III
“Hay tres temas: el amor, la muerte y las moscas. Desde que el hombre existe, ese sentimiento, ese temor, esas presencias, lo han acompañado. Traten otros los dos primeros. Yo me ocupo de las moscas que son mejores que los hombres, pero no que las mujeres”
Augusto “Tito” Monterroso.
(...) El “trabajo” no era el más decente pero al menos me daba en ese momento para poder pagar la renta, intentar estabilizarme económica y mentalmente, el café y el periódico de la mañana, unas cuantas cervezas el sábado, cigarros y camiones.
Desde hace muchos años tenía cierta repulsión a las dos caras de los funcionarios o autoridades de cualquier índole que bajo el mojigato aspecto de “santos”, tenían vidas torcidas que se reflejaban en los puestos que desempeñaban.
El corrupto del secretario del salud, por ejemplo, no era más que un jotito de closet que buscaba la oscuridad de los viernes y cerca de la Madero levantaba chamacos para llevárselos al motelear.
Eso no era lo malo. A final de cuentas cada quien hace lo quiera con sus hoyos. El problema era que al otro día, a las 8 de la mañana, ponía su cara de imbécil y en un congreso de VIH, reprobaba la homosexualidad al ser uno de los principales “males” de la época que detonaba la “peor de las epidemias del siglo” y que estaba acabando con “nuestros jóvenes”.
Por esos tipos, por esos ojetes, me dediqué de tiempo completo a la extorsión.
Conseguí que en uno de los diarios de mayor circulación del estado me dieran un trabajo de medio tiempo como fotógrafo de deportes. Bueno, Diego consiguió que me dieran el trabajo. El sueldo realmente era una jalada que los dueños de las empresas les dio por ponerles el mote de “simbólicos”, pero al estar 9 meses con ese “simbolismo” tenía que buscar formas alternas de ganar dinero.
De ahí tomaba las agendas de los funcionarios, sus horarios, sus teléfonos, sabía en donde estarían en las mañanas y monitoreaba sus movimientos por las tarde.
Todos, bueno casi todos, tenían cola que les pisaran. Académicos, del clero, de la política, del ramo empresarial. Era como si un patrón los marcara.
La doble vida era el común denominador. Yo los seguía en las noches, principalmente los fines de semana y de ahí venía el dinero que me permitiría por ahora vivir, pero muy pronto largarme, poner una galería fotográfica con escuela, y ser feliz en alguna ciudad del sureste del país, tal vez (o tal vez no) junto a Julieta.
Les tomaba fotos saliendo de teibols, de moteles, de la mano de jovencitas, comprando cocaína, en cafés entregando portafolios que jamás sabía que era lo que tenía adentro pero que algo malo sería, porque cuando enviaba las fotos con la misma leyenda: “Siempre hay alguien observándote” y un número de cuenta, al día siguiente yo podía pasar al cajero y revisar el depósito com-ple-ti-to.
Cancelaba esa cuenta y abría otra. Me acabé los bancos de la ciudad y pedía a conocidos muy cercanos que a su nombre abrieran cuentas, sólo para un depósito y mi gratitud con una botella de Apleton y mil varos era más que suficiente para ellos.
En ese tiempo también los amigos se me estaban acabando.
Este trabajo es muy demandante. Hay que meterse de lleno en las vidas de otros y apenas tenía tiempo libre.
Ya casi cumplía un año en este oficio y por primera vez me encontraba ante un verdadero problema ético.
Tenía “en exclusiva” como casi todas mis fotos, a Rosario Marín, de “perrito” con un joven de apariencia hipiosa arrodillado detrás de ella. La esposa del candidato a la gobernatura poniéndole unos cuernos de "cebú" al blanquiazul candidato.
El problema era que el pendejo que se había metido con la hermosa señora de alcurnía, que daba donativos en Cáritas y el día de Reyes no dejó a un solo niño del DIF sin juguetes, era Diego, mi hermano del alma, mi compañero de casa y de vida y el único amigo que me quedaba.
Esas fotos de mínimo, por el momento político, valían como los bonos de carbono tan de moda en estos tiempos de deterioro ambiental: en euros.
Sí las enviaba, o las truqueaba borrando la cara de Diego, no tendrían validez. Sería muy fácil decir que estaban trabajadas en algún programa de edición y el teatro se vendría abajo.
Tenía que confesarle a mi hermano, que jamás lo había involucrado en esto ni para abrir una cuenta, que las rentas no salían de tomar fotos en los juegos de fútbol del llano.
Que me disculpara por entrar a ese trabajo que me consiguió en el periódico, y en donde él cada vez más se afianzaba como un sobresaliente reportero y de frente confesarle:
-Diego, soy extorsionador profesional y te torcí con doña Chayo cogiendo.-
Seguro que él entendería eso pero mi abuso de confianza no. Se jactaba, y lo era, de ser un tipo honesto. Lo de la casi primera dama era una calentura y no violentaba sus principios. Tenía mucho de guerrillero y era irreductible en sus convicciones.
Si me preguntan, yo creo que hasta la enamoró antes de coger con ella (...)
Augusto “Tito” Monterroso.
(...) El “trabajo” no era el más decente pero al menos me daba en ese momento para poder pagar la renta, intentar estabilizarme económica y mentalmente, el café y el periódico de la mañana, unas cuantas cervezas el sábado, cigarros y camiones.
Desde hace muchos años tenía cierta repulsión a las dos caras de los funcionarios o autoridades de cualquier índole que bajo el mojigato aspecto de “santos”, tenían vidas torcidas que se reflejaban en los puestos que desempeñaban.
El corrupto del secretario del salud, por ejemplo, no era más que un jotito de closet que buscaba la oscuridad de los viernes y cerca de la Madero levantaba chamacos para llevárselos al motelear.
Eso no era lo malo. A final de cuentas cada quien hace lo quiera con sus hoyos. El problema era que al otro día, a las 8 de la mañana, ponía su cara de imbécil y en un congreso de VIH, reprobaba la homosexualidad al ser uno de los principales “males” de la época que detonaba la “peor de las epidemias del siglo” y que estaba acabando con “nuestros jóvenes”.
Por esos tipos, por esos ojetes, me dediqué de tiempo completo a la extorsión.
Conseguí que en uno de los diarios de mayor circulación del estado me dieran un trabajo de medio tiempo como fotógrafo de deportes. Bueno, Diego consiguió que me dieran el trabajo. El sueldo realmente era una jalada que los dueños de las empresas les dio por ponerles el mote de “simbólicos”, pero al estar 9 meses con ese “simbolismo” tenía que buscar formas alternas de ganar dinero.
De ahí tomaba las agendas de los funcionarios, sus horarios, sus teléfonos, sabía en donde estarían en las mañanas y monitoreaba sus movimientos por las tarde.
Todos, bueno casi todos, tenían cola que les pisaran. Académicos, del clero, de la política, del ramo empresarial. Era como si un patrón los marcara.
La doble vida era el común denominador. Yo los seguía en las noches, principalmente los fines de semana y de ahí venía el dinero que me permitiría por ahora vivir, pero muy pronto largarme, poner una galería fotográfica con escuela, y ser feliz en alguna ciudad del sureste del país, tal vez (o tal vez no) junto a Julieta.
Les tomaba fotos saliendo de teibols, de moteles, de la mano de jovencitas, comprando cocaína, en cafés entregando portafolios que jamás sabía que era lo que tenía adentro pero que algo malo sería, porque cuando enviaba las fotos con la misma leyenda: “Siempre hay alguien observándote” y un número de cuenta, al día siguiente yo podía pasar al cajero y revisar el depósito com-ple-ti-to.
Cancelaba esa cuenta y abría otra. Me acabé los bancos de la ciudad y pedía a conocidos muy cercanos que a su nombre abrieran cuentas, sólo para un depósito y mi gratitud con una botella de Apleton y mil varos era más que suficiente para ellos.
En ese tiempo también los amigos se me estaban acabando.
Este trabajo es muy demandante. Hay que meterse de lleno en las vidas de otros y apenas tenía tiempo libre.
Ya casi cumplía un año en este oficio y por primera vez me encontraba ante un verdadero problema ético.
Tenía “en exclusiva” como casi todas mis fotos, a Rosario Marín, de “perrito” con un joven de apariencia hipiosa arrodillado detrás de ella. La esposa del candidato a la gobernatura poniéndole unos cuernos de "cebú" al blanquiazul candidato.
El problema era que el pendejo que se había metido con la hermosa señora de alcurnía, que daba donativos en Cáritas y el día de Reyes no dejó a un solo niño del DIF sin juguetes, era Diego, mi hermano del alma, mi compañero de casa y de vida y el único amigo que me quedaba.
Esas fotos de mínimo, por el momento político, valían como los bonos de carbono tan de moda en estos tiempos de deterioro ambiental: en euros.
Sí las enviaba, o las truqueaba borrando la cara de Diego, no tendrían validez. Sería muy fácil decir que estaban trabajadas en algún programa de edición y el teatro se vendría abajo.
Tenía que confesarle a mi hermano, que jamás lo había involucrado en esto ni para abrir una cuenta, que las rentas no salían de tomar fotos en los juegos de fútbol del llano.
Que me disculpara por entrar a ese trabajo que me consiguió en el periódico, y en donde él cada vez más se afianzaba como un sobresaliente reportero y de frente confesarle:
-Diego, soy extorsionador profesional y te torcí con doña Chayo cogiendo.-
Seguro que él entendería eso pero mi abuso de confianza no. Se jactaba, y lo era, de ser un tipo honesto. Lo de la casi primera dama era una calentura y no violentaba sus principios. Tenía mucho de guerrillero y era irreductible en sus convicciones.
Si me preguntan, yo creo que hasta la enamoró antes de coger con ella (...)
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